domingo, 28 de junio de 2009

Casa Purcell

Me encantaba trabajar en la Casa PurcelI: todos los días tenía que abrir la reja; pasar por dos puertas de la entrada; saludar a los del vestíbulo; subir las escaleras y entrar a la biblioteca.

Lo que más amaba era abrir la ventana: la luz del sol iluminaba la habitación; unos pajarillos cantaban en la barda y yo con ellos cual Blancanieves: “¡fffffffff!, ¡fffffff!” (Bueno, no me salía pero me sentía del todo en el siglo antepasado). La mañana trascurría muy lenta y ocasionalmente oíamos crujidos en la duela. Siempre les decíamos las mismas frases: “aquí es tal parte”, “acá Purcell dormía”, “aquí se murió”, “acá se aparece”.

Cuando iba al baño me pasaba a las caballerizas y veía los famosos “túneles” de Saltillo; otras veces iba al sótano que me recordaba mucho el de la antigua escuela de artes plásticas: Nada de luz y arcos de piedra sosteniendo la casa como un calabozo medieval.

Cuando la abrieron era aficionado a ver películas: ahí lloré con dramones; reí con Chaplin y, en una noche neblinosa, tuve miedo con y el bebe de Rosemary proyectado en la cochera; la luna llena saliendo por detrás de la casa; y salir oyendo las campanadas de la torre de catedral.

Me gustaba entrar a la biblioteca por la escalera aledaña (la escalera del servicio); donde hay toda otra casa Purcell casi nunca mostrada al visitante; donde seguramente subió, con vela en mano y llevándole su desayuno, la sirvienta gorda de Purcell.

Por eso no trabajé en el Museo del Desierto todo era muy falso, muy comercial: el primer día llegué con el coordinador y su pelo estaba teñido de rubio. Me di cuenta que eso era todo lo que necesitaba saber sobre el lugar para dame cuenta que yo no pertenecía a ahí.

La casa Purcell era mía, siempre será mía: cuando niño mi padre nos llevo a aquello que se llamaba “Centro Cultural Vanguardia”. Al entrar pensé que estaba en un sueño: era un castillito que siempre había estado ahí, a una cuadra de la catedral; con escalera de castillo, muebles de castillo y balcón de castillo; sin duda era el mejor lugar de la cuidad. Cuando adquirí independencia de mi padre, intenté volver pero la casa estaba cerrada y así permaneció por casi 10 años (Yo soñaba comprarla algún día) hasta que el gobierno la compró y la “restauró” (le quito los muebles originales, el tapiz y el jardín con fuente).

¡Pero es tan 1800! ¡Tan maquina de vapor!, con sus vitrales, su techo anguloso, sus puertas y secretos, porque al estar en la biblioteca ocasionalmente escuchaba chismes de tal funcionario o aquel artista.

En menos de un mes, mi trabajo en la casona había terminado, otra vez dejó de ser mía y volvió a ser ese museo que nadie visita; esa que no sabes si es una casa o un centro cultural. Se volvió tan hermética para mí como lo es para cualquier turista.

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