domingo, 5 de julio de 2009

La cuidad osa

La ciudad como siempre y yo como la ciudad: sola, triste, gris y abandonada. Nada logra cambiar su aspecto ni el mío. Me gustaría no encontrarme en la ciudad, ni en mi misma, ni en ningún lugar. Miro la cuidad: aquí no hay nada. Miro a todos los que conocemos, a los que se han ido. Saltillo apesta, por eso Marcelo se fue. Como estoy en Saltillo pues apesto y en esta apestosa realidad no cabe mi mundo de novela porque la vida es tres veces más hardcore.
Hubiera dado todo por él pero era muy güey para verlo. Su calor me bastaba y ahora no encuentro la paz en nada de lo que hago. No puedo llegar a ninguna esquina sin terminar mal. Cuando se fue sentí que me moría y desde ese momento me he muerto muchas veces pero nada lo traerá de vuelta.
Creo que caminamos, siempre, todos los días. Él caminó y se fue, nosotros aquí nos atascamos. Al caminar arrastro un bulto invisible que es Marcelo, como un costal que se ha podrido y la gente me mira como a un vagabundo.
Se me dificulta respirar cada vez que lo recuerdo, me duelen las mandibulas de callar lo que siento. Lloro en el trabajo, en la cama, en el baño, en el camión que me lleva a la casa, e incluso he corrido la tinta de estas páginas al escribirlas.

Luego de un tiempo decidí ir a verlo: la lápida era una loza de piedra con el borde redondeado, como las gringas. Le dije todo lo que sentía por él, que lo amaba y que no me importaba que no regresara, que no se sintiera comprometido a mis sentimientos, que lo amaba sin importar que no me correspondiera y que no tenia que preocuparse por mí. Después de eso lo amé unos años más y al final lo dejé seguir su camino.

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